Escritoras y escritores saben de la importancia del buen ojo de un editor incluso para una obra maestra. Lo supo García Márquez cuando Cien años de soledad fue rechazada por Carlos Barral. Francisco Porrúa terminó editándola, no porque la hubiera leído, sino porque se dio cuenta del talento de García Márquez solo con leer una entrevista suya para el libro Los nuestros. Sylvia Beach es otra gran editora. Beach transformó su librería Shakespeare and Company en una editorial, porque ninguna otra había reconocido la importancia de publicar el Ulysses de Joyce. Otro es el caso de Maxwell Perkins, quien es hoy día una escuela de formación para todos los editores.
El oficio
Perkins pasó a la historia no solo porque fue el editor de una de las generaciones más importantes de escritores de la literatura estadounidense (Hemingway, Wolfe y Fitzgerald), sino por su forma de editar: Perkins lograba la feliz coincidencia de escoger aquello que valía la pena de ser leído y al mismo tiempo era lo que la gente quería. Cuando buscaba a un autor pensaba que asertaría si este lograba “captar la atmósfera de la época y que una legión de jóvenes se sintiera reflejada en aquellas páginas”. Vale la pena ampliar la historia con el relato de A.Scott Berg (Perkins: El editor de libros) porque dice mucho sobre el oficio: sabía qué publicar
cómo conseguirlo, y cómo lograr que aquello alcanzase al mayor número de lectores posible (…). Tenía la habilidad de inspirar a un autor para que produjese lo mejor de lo que era capaz. Era más un amigo que un supervisor (…): era mánager, prestamista. Pocos editores antes que él habían realizado tanto trabajo sobre los manuscritos y, a pesar de ello, se había mantenido siempre fiel a su credo: que “el libro pertenece al autor”.